24 de noviembre de 2009

Los Roms llegaron a mi barrio (Pt 1)

Al suburbio de migrantes en que vivo, llamado La Courneuve, que es colindante con el municipio de Paris —algo parecido al Estado de México con el DF—, llegó un grupo de Roms a instalarse.

Viven en un terreno cuya entrada es un estacionamiento. No vienen en caravanas, como los gitanos franceses; viajan como pueden, atravesando países que los expulsan en poco tiempo. Los que acaban de instalarse en el terreno, comenzaron a hacer lo que siempre han hecho en la historia: pedir limosna, recuperar lo que sobra al final del mercado, pedazos de madera, láminas, puertas y todo lo que pueda servir para comenzar a forjarse un techo, sin ningún otro servicio.

Un señor vasco que vende antigüedades a cuatro casas de aquel asentamiento, me dijo que él calculaba trescientas personas en un espacio de trescientos metros cuadrados. Tuvieron suerte, es un terreno grande, cerca de una estación metro, donde siempre se puede sacar algo a los pasantes: una moneda, un cigarrillo, incluso levantado del suelo. Beben, no sé cómo juntan el dinero para comprar alcohol, pero beben. Las mujeres, cigarrillo en la boca, educan a sus hijos en medio de la calle. Tienen mucho contacto entre ellos, se detienen para charlar cuando se encuentran, se abrazan, gritan, son enérgicos y se cuidan las espaldas.

El mundo es un espacio difícil, cuando se recorre sin cesar. No se pueden aprender todas las lenguas cuando se pasan sólo algunos meses, con suerte, años, en un país.

No hay que confundirlos con los habitantes de Rumania, aunque algunos vienen de ahí y hablan el rumano además de su lengua cultural: el romani (no confundir con el rumano). Una parte de ellos son originarios de Europa Oriental, muchos de Rumania, pero al interior de este país, son una comunidad aparte. Algunos rumanos que he conocido, me han dicho que los Roms son vistos como ladrones y holgazanes. Lo que es innegable es que es un pueblo que posee, en contraparte, muchos talentos también: son grandes músicos, cantan, bailan, saben adaptarse a una red social dura, que no tolera formas de vida que le parecen arcaicas, y que pocos aún pueden comprender. Los Roms se agarran con las uñas a las sociedades, sin meterse demasiado, y logran vivir.

Quizás lo más molesto para la mentalidad europea —que se puede comparar a la concepción de los indígenas que mendigan en ciudades latinoamericanas— es que les recuerda una parte del mundo que muchos no quisieran ver, que creen que sólo existe en la televisión, que es casi ficticio. La pobreza está en otra parte en el imaginario de quien ha nacido en Europa. Los Roms, perturban, hacen ruido en una sociedad que tiende a ordenarse más.

Los Roms les recuerdan que no es así, que la pobreza existe, pero que también existe una forma de relación social que el europeo añora, de manera también televisiva, ya que hace mucho que comenzó el individualismo europeo, añora una forma de felicidad que no formaba parte de él: el exceso, las playas que antes no imaginaba, ni deseaba, la agitación de ciudades de tierra caliente, llenos de contacto, que parecen más felices. Ese pequeño folklor, esa vitalidad, viene con la pobreza y el tiempo de viaje. No son el lado malo y el lado bueno de un grupo social, es un conjunto que se debe pensar indisoluble y aprender a coexistir con él. De cualquier manera, la historia prueba que acabarán siendo echados. (Continuará)

Pavel García Gatica, estudiante de Letras Francesas y residente parisino.

23 de noviembre de 2009

Escribo bien porque soy reportero

Al ingresar a la materia que impartía Josefina Estrada en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, los estudiantes pensábamos que habríamos de escribir durante todo el semestre ficciones, cuentos, crónicas, poemas. En efecto, ella nos permitió trabajar con temas tan cotidianos que a muchos de los compañeros o les brotaba la vena literaria o acababan por rendirse.

Fueron pocos aquellos que entregaron trabajos de calidad; el grupo no carecía de talento pero sí de gramática, sintaxis, puntuación, ortografía y estilo. Josefina, cansada de que los futuros periodistas adolecieran de mala redacción, exigió a cada uno que revisara muy bien el trabajo antes de la entrega. A ella le enfurecía la ignorancia de los alumnos del séptimo semestre con respecto a la obra de Ricardo Garibay y de Vicente Leñero, y que además no escribiéramos una línea coherente.

Puedo decir, con toda modestia, que tuve buenas calificaciones en cuanto al contenido temático; sin embargo, Josefina siempre señaló mis errores de sintaxis, puntuación y ortografía.

Por fortuna, algunos de mis amigos y yo fuimos invitados a participar en un taller de crónica impartido por Estrada. Las sesiones, además de enriquecedoras, nos llevaron a borrar ese malsano orgullo que nos decía “yo escribo bien porque ya he trabajado como reportero”. Al contrario, teníamos muchos vicios como la falta de conexión entre una idea y otra, la necedad de encabalgar las oraciones, nos empecinábamos en no buscar los verbos adecuados. En fin, Josefina nos instó a tomar un curso de redacción con Yliana Cohen, pues ya teníamos algo de talento pero nos hacía falta reforzar las bases.

Con Yliana aprendimos que las reglas del idioma español son complejas y un poco enredadas para memorizar, aunque en la práctica son fáciles de comprender. Lo excitante vino cuando las palabras comenzaron a tomar orden dentro de cada oración y los textos que entregábamos tenían mayor claridad. Conforme avanzábamos en las sesiones, surgían dudas que habríamos de aplicar en el trabajo diario (algunos de nosotros ya colaborábamos en medios impresos). Cada enseñanza sustituía a las incorrectas lecciones que se nos habían inculcado en la primaria y que, de forma errónea, algunos profesores universitarios que impartían la materia de Géneros Periodísticos y también de Redacción, daban por sentadas.

Quizá ejercitar la correcta redacción no me llevó a ser editor o corrector de la revista donde colaboro, pero sí me ayudó a mejorar mis textos y a tener bases para defender mi trabajo de “correctores de estilo” que sólo tienen ese puesto porque saben acentuar las palabras o son amigos del director. Para mí, eso es una satisfacción. No sé si Garibay se molestaba con los periodistas por esa falta de cuidado en el uso del idioma; si era así, hoy tendría mayores razones para enfurecerse con los que aspiramos a ser escritores… La mayoría de los estudiantes de periodismo tienen un profundo desinterés hacia el pleno dominio del idioma español.

No me atrevo a opinar acerca de quienes ya forman parte del gremio y que aparecen en los ejemplos que Sandro Cohen publica en el blog del libro Redacción sin dolor. Sólo puedo concluir que las palabras, esas que Cortázar llamó perras negras, si no se las quiere, doma y alimenta, acaban por morder.

Mariano Mangas, reportero de notas para el corazón y señoras de las Lomas.