Al suburbio de migrantes en que vivo, llamado La Courneuve, que es colindante con el municipio de Paris —algo parecido al Estado de México con el DF—, llegó un grupo de Roms a instalarse.
Viven en un terreno cuya entrada es un estacionamiento. No vienen en caravanas, como los gitanos franceses; viajan como pueden, atravesando países que los expulsan en poco tiempo. Los que acaban de instalarse en el terreno, comenzaron a hacer lo que siempre han hecho en la historia: pedir limosna, recuperar lo que sobra al final del mercado, pedazos de madera, láminas, puertas y todo lo que pueda servir para comenzar a forjarse un techo, sin ningún otro servicio.
Un señor vasco que vende antigüedades a cuatro casas de aquel asentamiento, me dijo que él calculaba trescientas personas en un espacio de trescientos metros cuadrados. Tuvieron suerte, es un terreno grande, cerca de una estación metro, donde siempre se puede sacar algo a los pasantes: una moneda, un cigarrillo, incluso levantado del suelo. Beben, no sé cómo juntan el dinero para comprar alcohol, pero beben. Las mujeres, cigarrillo en la boca, educan a sus hijos en medio de la calle. Tienen mucho contacto entre ellos, se detienen para charlar cuando se encuentran, se abrazan, gritan, son enérgicos y se cuidan las espaldas.
El mundo es un espacio difícil, cuando se recorre sin cesar. No se pueden aprender todas las lenguas cuando se pasan sólo algunos meses, con suerte, años, en un país.
No hay que confundirlos con los habitantes de Rumania, aunque algunos vienen de ahí y hablan el rumano además de su lengua cultural: el romani (no confundir con el rumano). Una parte de ellos son originarios de Europa Oriental, muchos de Rumania, pero al interior de este país, son una comunidad aparte. Algunos rumanos que he conocido, me han dicho que los Roms son vistos como ladrones y holgazanes. Lo que es innegable es que es un pueblo que posee, en contraparte, muchos talentos también: son grandes músicos, cantan, bailan, saben adaptarse a una red social dura, que no tolera formas de vida que le parecen arcaicas, y que pocos aún pueden comprender. Los Roms se agarran con las uñas a las sociedades, sin meterse demasiado, y logran vivir.
Quizás lo más molesto para la mentalidad europea —que se puede comparar a la concepción de los indígenas que mendigan en ciudades latinoamericanas— es que les recuerda una parte del mundo que muchos no quisieran ver, que creen que sólo existe en la televisión, que es casi ficticio. La pobreza está en otra parte en el imaginario de quien ha nacido en Europa. Los Roms, perturban, hacen ruido en una sociedad que tiende a ordenarse más.
Los Roms les recuerdan que no es así, que la pobreza existe, pero que también existe una forma de relación social que el europeo añora, de manera también televisiva, ya que hace mucho que comenzó el individualismo europeo, añora una forma de felicidad que no formaba parte de él: el exceso, las playas que antes no imaginaba, ni deseaba, la agitación de ciudades de tierra caliente, llenos de contacto, que parecen más felices. Ese pequeño folklor, esa vitalidad, viene con la pobreza y el tiempo de viaje. No son el lado malo y el lado bueno de un grupo social, es un conjunto que se debe pensar indisoluble y aprender a coexistir con él. De cualquier manera, la historia prueba que acabarán siendo echados. (Continuará)
Pavel García Gatica, estudiante de Letras Francesas y residente parisino.