19 de febrero de 2010

Sangre y fantasmas: lucha del bien contra el mal.

Ni el frío ni la lluvia fueron impedimento para que los estudiantes de la Facultad se aglutinaran alrededor del ring. Hombres y mujeres por igual; algunos, enmascarados; otros más, con camisetas de luchadores. Alboroto. Letreros que anuncian tortas de queso de puerco, películas, refrescos… No hay indicios de luchadores; se genera impaciencia. Apenas se anuncia la primera llamada, los gritos emergen. El ambiente comienza a elevar su temperatura. Una voz en off, a lo lejos, anuncia que “ya están en el camerino los emisarios del cosmos”, abucheos, palabras floridas, de esas que la cultura popular nos ha heredado. Siento emoción de estar a menos de medio metro del cuadrilátero azul.

Se anuncia la tercera llamada, y aparece en escena “ Orlandooo eeel fuuriosso”, el réferi, quien es melena larga, castaña y rizada, camisa negro con blanco; botas mineras, negras también. El público abundó en “recordatorios de progenitora”. Se comporta como celador que pretende ganarse el respeto de los reclusos: violento, altanero, amenazante Gritos, sonidos guturales que evocan a los hombres de la época cuaternaria. Dejan de ser estudiantes impregnados de teoría social para convertirse en seres primitivos, que no desean más que el momento del combate.

Se anuncia ya “La eterna lucha entre el bien y el mal, tomará forma en el cuadrilátero” “entre lo prehispánico y lo contemporáneo, llegan ya los gladiadores”. Aparece El “Dragón Junior”, en botas negras con cintillas rojas, trusa y taparrabos con un letrero “puro chocomilk lagunero” motivos aztecas en su máscara, con alusiones a un dragón dual. Acto seguido, “Sangre Azteca” se integra al ring. Aplausos, El publico enardece. Sangre, Sangre, se escucha casi al unísono. Evidentemente es el lado oscuro, o mejor dicho, el bando rudo el que prevalece en la preferencia de los aquí llegados.

Se integran también “El hijo del Fantasma” y “Fantasma junior”. Ellos son los técnicos. No reciben la mima cordialidad ni entusiasmo.
Primera caída: Dragón y Fantasma Junior. Llaves, manotazos, vueltas; nada fuera de lo común. Las mallas multicolores, las botas, de tan lustradas, brillantes, van de un lado a otro del ring. Los pectorales al descubierto, los músculos en tensión. Flashes de cámaras, lluvia de luces efímeras aquí y allá. Fantasma tiene en sus mallas un eclipse que brilla. A dragón le destacan los músculos como a ninguno. Entran al cuadro del dolor El hijo del Fantasma y Sangre Azteca. Luchan con enjundia. Duro, duro, como si fueras hombre, rómpesela. Eran las consignas más usadas. El ring provocaba un ruido seco al caer los cuerpos, al golpear las botas contra él, al azotarse y azotar al contrincante: Intercambio de luchadores. Se Salen del ring; el público grita. Excitación. Son los técnicos quienes se llevan a primera victoria.

Segunda caída. Sangre Azteca arremete contra Fantasma Junior; parece que quiere aniquilarlo. Encarnan la perenne lucha entre la luz y la oscuridad, el día y la noche; finalmente, rudos y técnicos. Manotazos más fuertes, cachetadas. Muecas de dolor en ambos guerreros, la bota en la cara, en el pecho. El codo entre el brazo del otro, sudor, fuerza, técnica histriónica disfrazada de brutalidad. Posturas perfectas, estéticas de dos contrincantes que luchan por el poder sobre el orden del cosmos. Se integran nuevamente Fantasma y Dragón Junior; la lucha se vuelve dinámica entre los cuatro. Se pegan y se lanzan desde la tercera cuerda. Se muerden, patean, y agreden. Groserías desde el público. El réferi modera; da la victoria al lado oscuro.

Tercera y definitiva caída. Comienza intensamente: ya los rudos golpean a los técnicos hasta debilitarlos casi por completo; pretenden despojar de sus máscaras a los técnicos; desatan sus agujetas de los occipitales. Algo sucede que no consuman su fechoría. Arde al gente, Arde el ring y las gargantas que no dejan de emitir las más floridas palabras.” Soy su padre” grita Sangre Azteca, recibe insultos y alabanzas en la misma proporción. Se confían los rudos y pierden terreno. Co agilidad los técnicos se apoderan del cuadrilátero. Coartada perfecta: la unión. Es Sangre quien se queda sin máscara. Son los técnicos los que golpean, los que se apoderan y mandan. Pelea limpia, llena de sudor, ausente la sangre que yo esperaba ver derramada sobre el ring, o a unos metros d e mí. Así concluye la pelea, con el bien triunfando sobre el mal. Lástima por los rudos, los favoritos, mis favoritos.

Aura Sabina Varo.

9 de febrero de 2010

El dandi del pancracio


Para mi padre

Cuando iba a la preparatoria, cada viernes era de rigor que me volara las últimas tres clases para asistir, junto con mis cuates, a los partidos de fútbol que se jugaban en el estadio México 68 de Ciudad Universitaria. Ninguno de nosotros le iba a los Pumas de la Universidad pero nos dejaban entrar de a gratis con la credencial de estudiante.
Por supuesto que no se nos permitía comprar y mucho menos consumir cervezas  adentro del estadio; yo tenía 16 años por allá de 1973. Una vez terminado el encuentro, tomábamos el camión cuyo trayecto nos dejaba en la antigua arena de lucha libre: el coliseo de Revolución. Ya hace mucho tiempo que lo derribaron pero en aquella época era todo un recinto para que los gladiadores nos mostraran sus acrobacias, lances, llaves,  movimientos…
El ritual iba más allá de la burda exhibición de hombres enmascarados o personajes teatrales de cualidades histriónicas inverosímiles. Entre los gritos e improperios, me imaginé al Santo en comparación con Superman; el primero era un personaje de historieta que encabezaba una ideología; mientras que el Santo era un hombre disfrazado, al cual el público elevaba a nivel de héroe, cual beato con capacidades chamánicas que nutrieron el imaginario colectivo y la cultura popular del viejo México. Los asistentes al rito del pancracio tenían una especial mística y comunión con los luchadores; yo no lo comprendía del todo y, en ese momento, mucho menos porque mis amigos y yo únicamente buscábamos un lugar idóneo para embriagarnos sin que alguien nos lo impidiera. Asistir a la arena provocaba una liberación del estrés y las emociones contenidas: los luchadores nos hacían odiarlos o amarlos.
Nunca llegábamos a las funciones estelares, por lo que debíamos conformarnos con los enmascarados de bajo perfil en el cartel. En todas mis visitas a las diferentes arenas de la ciudad, jamás presencié uno los míticos encontronazos entre el Santo y Blue Demon; en cambio, me emocioné con los lances de El Herodes, un luchador vestido con una túnica que me hacía recordar a los actores de la Pasión de Cristo en Iztapalapa; me sorprendía lo alto y musculoso que era Tinieblas, quien habría de convertirse en el defensor de Capulina en varias de sus películas; pero ninguno me cautivó tanto como Lalo, el Exótico. Aunque su época de oro fue en los años 50, aún tenía rostro de galán del cine mexicano; peinaba su cabellera con goma para dejarla bien relamida, lucía el bigote arreglado, incluso se enchinaba las pestañas y utilizaba un poco de maquillaje para resaltar sus ojos. En cada una de mis visitas al coliseo me fui familiarizando con los ídolos y sus características aspiracionales, además de la facilidad con la que hallaba similitudes en ese sujeto de adoración. 
Decía mi papá que Lalo le había copiado toda su puesta en escena a un luchador de los años 40, pionero del género exótico dentro de la lucha libre: Gardenia Davis. Davis se rizaba la melena, perfumaba toda su piel, desinfectaba a su adversario, y regalaba orquídeas a todas las señoritas de la primera fila; mientras que el Exótico presumía su envidiable físico, untaba a sus rivales con desodorante y su asistente lo perfumaba con loción de atomizador, antes o después de algún lance espectacular. 
            El Exótico era para mí todo un rompecorazones de la arena, un símbolo de la lucha que no dejaba todo al sudor y al músculo; a final de cuentas, reflejaba aquello que yo buscaba ser: un dandi. Lalo, el Exótico, un dandi del pancracio. 

Mariano A. Mangas González, Parabôla saman o curandero de medio tiempo.

29 de enero de 2010

La literatura es como la lucha libre

Quizás no me ha tocado encontrar entre las estanterías frente a las que he estado, encontrar un libro que me diga claramente de qué va la literatura y por qué tanto alboroto, dejando soportes varios llenos de tinta o de otro pigmento.

Las historias, ¿de qué van las historias que nos contamos, que guardamos a pesar de los siglos, como de un naufragio? Todas hablan de los hombres o son antropomorfas. O bien son animales hablando como humanos o sintiendo como tal, o simplemente cuentos donde se dibujan situaciones propiamente humanas, con sus tensiones invisibles que lo son todo.

Pero hay que ser comprensivos, es difícil contar historias desprendiéndose de los sentidos que construyen la experiencia. ¿Cómo describir algo que no tiene color, pero que no sea transparente, es más, que no sea visual, sino otra cosa?

Ahí está el problema, como cuando se le pide a alguien pensar en un color distinto a los que existen, es una trampa porque toda la imaginación se basa en el lenguaje existente, hay que nombrarlo, y para ello, tiene que ser previamente percibido por algún sentido. Nuevo problema, sólo tenemos cinco sentidos y seis sabores (no olvidar el umami).

Una de las características del lenguaje humano, es poder hablar de cosas inexistentes físicamente, son capaces de desprenderse de la verdad (qué filósofico cuate!!!), pero eso nos lleva, sin salida, a preguntarnos qué es lo verdadero. Para hacer literatura hay que olvidar estas pregunta y limitarse, como el pintor, a jugar con los medios que tiene para construir fantasías. Las historia de los hombres, las que cuentan para salvar a sus héroes del olvido o por el gusto de tejer una intriga lúdica, hablan de hombres o de su sombras porque las palabras son limitadas y todas provienen de él mismo.

Que no nos extrañe la granja de Orwell ni la pésima trama de Avatar, es cosa de hombres frente a los hombres, ajustándose a la necesidad humana de verse reflejado para poder identificarse. La identificación vale y vale mucho dinero, pero esa es otra historia.

Nos queda entonces, el hombre frente al hombre, escogiendo trágicamente sus palabras mientras se le escurre la vida, tratando de hacer una maqueta. El enemigo es el olvido, la vanidad, y el enemigo son los otros, el olvido de todos los otros, la muerte segura.

El duelo es ineludible, se tira desde la tercera cuerda el que no quiere que esa idea que le divirtió tanto se quede en su cabeza, después de decidir escupirla, se tira, hace una giro en el aire, cae de bruces pero con el vientre plano, habiendo dibujado un arco perfecto – como le enseño su entrenador- y su peso extrae el aire de la cavidad central del enemigo, de esos todos a los que tiene que arañar y que seguramente le preguntarán: “ ¿Y por qué tanto alboroto? Hay cosas más importantes, la hambruna, la guerra en Irak, ¿o era en Afganistan o el Peloponeso?, da igual, el terremoto en Haití...

Entonces el luchador que había pasado su vida entrenando, ejercitando sus músculos para que respondiesen en el momento “indicado”, se levantará, sacudirá su traje multicolor, mirará al público eufórico, se cubrirá la frente con la palma abierta para poder verlos y se preguntará, él también, ¿para qué tanto alboroto?; se bajará del cuadrilátero, el silencio será total, después vendrán los abucheos y las mentadas de madre, propias y ajenas, pero la respuesta será demasiado evidente: no hay un sentido.

17 de enero de 2010

Rock, surf y lucha libre



"La noche era nocturna,
la calle húmeda y mal iluminada".


Augusto Bronson, fotógrafo de bodas y eventos sociales.