29 de enero de 2010

La literatura es como la lucha libre

Quizás no me ha tocado encontrar entre las estanterías frente a las que he estado, encontrar un libro que me diga claramente de qué va la literatura y por qué tanto alboroto, dejando soportes varios llenos de tinta o de otro pigmento.

Las historias, ¿de qué van las historias que nos contamos, que guardamos a pesar de los siglos, como de un naufragio? Todas hablan de los hombres o son antropomorfas. O bien son animales hablando como humanos o sintiendo como tal, o simplemente cuentos donde se dibujan situaciones propiamente humanas, con sus tensiones invisibles que lo son todo.

Pero hay que ser comprensivos, es difícil contar historias desprendiéndose de los sentidos que construyen la experiencia. ¿Cómo describir algo que no tiene color, pero que no sea transparente, es más, que no sea visual, sino otra cosa?

Ahí está el problema, como cuando se le pide a alguien pensar en un color distinto a los que existen, es una trampa porque toda la imaginación se basa en el lenguaje existente, hay que nombrarlo, y para ello, tiene que ser previamente percibido por algún sentido. Nuevo problema, sólo tenemos cinco sentidos y seis sabores (no olvidar el umami).

Una de las características del lenguaje humano, es poder hablar de cosas inexistentes físicamente, son capaces de desprenderse de la verdad (qué filósofico cuate!!!), pero eso nos lleva, sin salida, a preguntarnos qué es lo verdadero. Para hacer literatura hay que olvidar estas pregunta y limitarse, como el pintor, a jugar con los medios que tiene para construir fantasías. Las historia de los hombres, las que cuentan para salvar a sus héroes del olvido o por el gusto de tejer una intriga lúdica, hablan de hombres o de su sombras porque las palabras son limitadas y todas provienen de él mismo.

Que no nos extrañe la granja de Orwell ni la pésima trama de Avatar, es cosa de hombres frente a los hombres, ajustándose a la necesidad humana de verse reflejado para poder identificarse. La identificación vale y vale mucho dinero, pero esa es otra historia.

Nos queda entonces, el hombre frente al hombre, escogiendo trágicamente sus palabras mientras se le escurre la vida, tratando de hacer una maqueta. El enemigo es el olvido, la vanidad, y el enemigo son los otros, el olvido de todos los otros, la muerte segura.

El duelo es ineludible, se tira desde la tercera cuerda el que no quiere que esa idea que le divirtió tanto se quede en su cabeza, después de decidir escupirla, se tira, hace una giro en el aire, cae de bruces pero con el vientre plano, habiendo dibujado un arco perfecto – como le enseño su entrenador- y su peso extrae el aire de la cavidad central del enemigo, de esos todos a los que tiene que arañar y que seguramente le preguntarán: “ ¿Y por qué tanto alboroto? Hay cosas más importantes, la hambruna, la guerra en Irak, ¿o era en Afganistan o el Peloponeso?, da igual, el terremoto en Haití...

Entonces el luchador que había pasado su vida entrenando, ejercitando sus músculos para que respondiesen en el momento “indicado”, se levantará, sacudirá su traje multicolor, mirará al público eufórico, se cubrirá la frente con la palma abierta para poder verlos y se preguntará, él también, ¿para qué tanto alboroto?; se bajará del cuadrilátero, el silencio será total, después vendrán los abucheos y las mentadas de madre, propias y ajenas, pero la respuesta será demasiado evidente: no hay un sentido.

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