9 de febrero de 2010

El dandi del pancracio


Para mi padre

Cuando iba a la preparatoria, cada viernes era de rigor que me volara las últimas tres clases para asistir, junto con mis cuates, a los partidos de fútbol que se jugaban en el estadio México 68 de Ciudad Universitaria. Ninguno de nosotros le iba a los Pumas de la Universidad pero nos dejaban entrar de a gratis con la credencial de estudiante.
Por supuesto que no se nos permitía comprar y mucho menos consumir cervezas  adentro del estadio; yo tenía 16 años por allá de 1973. Una vez terminado el encuentro, tomábamos el camión cuyo trayecto nos dejaba en la antigua arena de lucha libre: el coliseo de Revolución. Ya hace mucho tiempo que lo derribaron pero en aquella época era todo un recinto para que los gladiadores nos mostraran sus acrobacias, lances, llaves,  movimientos…
El ritual iba más allá de la burda exhibición de hombres enmascarados o personajes teatrales de cualidades histriónicas inverosímiles. Entre los gritos e improperios, me imaginé al Santo en comparación con Superman; el primero era un personaje de historieta que encabezaba una ideología; mientras que el Santo era un hombre disfrazado, al cual el público elevaba a nivel de héroe, cual beato con capacidades chamánicas que nutrieron el imaginario colectivo y la cultura popular del viejo México. Los asistentes al rito del pancracio tenían una especial mística y comunión con los luchadores; yo no lo comprendía del todo y, en ese momento, mucho menos porque mis amigos y yo únicamente buscábamos un lugar idóneo para embriagarnos sin que alguien nos lo impidiera. Asistir a la arena provocaba una liberación del estrés y las emociones contenidas: los luchadores nos hacían odiarlos o amarlos.
Nunca llegábamos a las funciones estelares, por lo que debíamos conformarnos con los enmascarados de bajo perfil en el cartel. En todas mis visitas a las diferentes arenas de la ciudad, jamás presencié uno los míticos encontronazos entre el Santo y Blue Demon; en cambio, me emocioné con los lances de El Herodes, un luchador vestido con una túnica que me hacía recordar a los actores de la Pasión de Cristo en Iztapalapa; me sorprendía lo alto y musculoso que era Tinieblas, quien habría de convertirse en el defensor de Capulina en varias de sus películas; pero ninguno me cautivó tanto como Lalo, el Exótico. Aunque su época de oro fue en los años 50, aún tenía rostro de galán del cine mexicano; peinaba su cabellera con goma para dejarla bien relamida, lucía el bigote arreglado, incluso se enchinaba las pestañas y utilizaba un poco de maquillaje para resaltar sus ojos. En cada una de mis visitas al coliseo me fui familiarizando con los ídolos y sus características aspiracionales, además de la facilidad con la que hallaba similitudes en ese sujeto de adoración. 
Decía mi papá que Lalo le había copiado toda su puesta en escena a un luchador de los años 40, pionero del género exótico dentro de la lucha libre: Gardenia Davis. Davis se rizaba la melena, perfumaba toda su piel, desinfectaba a su adversario, y regalaba orquídeas a todas las señoritas de la primera fila; mientras que el Exótico presumía su envidiable físico, untaba a sus rivales con desodorante y su asistente lo perfumaba con loción de atomizador, antes o después de algún lance espectacular. 
            El Exótico era para mí todo un rompecorazones de la arena, un símbolo de la lucha que no dejaba todo al sudor y al músculo; a final de cuentas, reflejaba aquello que yo buscaba ser: un dandi. Lalo, el Exótico, un dandi del pancracio. 

Mariano A. Mangas González, Parabôla saman o curandero de medio tiempo.

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